[Relato] El transformista, la borracha y otros seres místicos

Hui de casa de mi chica una hora después de la madrugada horrorizado por los beligerantes berrinches de su ego en ruinas. Recorrí gran parte de la calle Amparo hasta más allá de San Ginés cuando me di cuenta de que no podía estar allí, que ya había entrado en vigor el toque de queda y que la ley marcial caería con todo su peso sobre mi cuerpo ya cansado. Aún me quedaba un buen trecho para llegar a casa, y las luces de policía, que en otras ocasiones me habían dado cierta seguridad, pintaban la ciudad de un color azul distopía. Me escabullí como pude de portal en portal, de esquina en esquina, sintiéndome un fugitivo que acaba de escaparse de la cárcel. Avancé con paso seguro ocultándome en las oscuridades de la ciudad, pero de repente, frente a mí, surgieron dos caballeros uniformados haciendo la ronda mientras cacareaban sobre lo pacíficas que eran aquellas noches con todos encerrados en sus casas. “El poder…”, me dije, “el poder sin autoridad”. Sin tiempo de reacción, decidí esconderme bajando una pequeña escalera que llevaba a la puerta de un viejo local abandonado. Allí me quedé, agazapado como un mochuelo en su nido. Recuerdo perfectamente cómo las voces iban ganando intensidad mientras se acercaban, el nauseabundo hedor del azufre de mi escondite, el resplandor naranja de la farola y el cielo rojo como la sangre. El encuentro era inminente y comencé a ensayar la milonga que les iba a contar a los guardias. Les diría: “Verán, agentes, no sé si ustedes han estado alguna vez con una mujer inestable; sí es así, seguro que me comprenderán”. “El cariz machista seguro que les persuade”, pensé. No obstante, la puerta del local se abrió de forma silenciosa y una tenue voz salió de la oscuridad. “Rápido, pasa”, dijo la tenue voz. Y yo, evidentemente, pasé.

Tinieblas encontré, y nada más, al menos al principio. Con el fin de avanzar de forma segura, palpé, no sin recelo, las paredes del pasillo por el que me conducía la tenue voz. Recuerdo el tacto con mucha precisión: áspero a veces, suave otras, el placer que experimenté cuando la piel de las paredes se desconchaba al acariciarlo con la yema de mis dedos, un fetiche más para mí y no de los más perversos. Al final del pasillo, la franja de luz que salía de una puerta más cerrada que abierta alumbraba mi camino. Mientras caminaba frente a mí, pude apreciar la silueta de la tenue voz: baja altura, grandes caderas y pelo largo y voluminoso. “No parece peligroso”, pensé, “seguro que soy más rápido”. Su tenue voz me dijo algo más: era una mujer joven y dulce. Al llegar al fondo, abrió la puerta y se quedó mirando invitándome a entrar con una coqueta sonrisa. La luz desveló que aquella mujer de voz dulce poseía una frondosa barba perfectamente cuidada, una nariz enorme y redonda, una mirada risueña aderezada por unas peludas cejas y que aquel pelo largo no era más que una peluca. Imagino que mi cara de sorpresa fue lo suficientemente elocuente como para que se diese cuenta de que había superado con creces mis expectativas, y eso que, dada la situación, cualquier cosa era posible; porque lo único que dijo para alentarme fue “¿prefieres a los maderos?”. Durante un segundo me sentí como Caronte frente a la Esfinge y su acertijo. Sin embargo, y dado que el transformismo nunca me ha resultado especialmente fóbico, contesté con cierta arrogancia: “la prefiero a usted, señora”. Caminé hasta estar bajo el dintel de la puerta y observé.

Lo que vi a priori no fue extraordinario. A través de la bruma del tabaco, se apreciaba un gran salón iluminado por una vieja araña sesentera y unas cuantas lámparas de pie. En uno de los lados, cuatro figuras jugaban a algo con un murmullo marcial en derredor de una pequeña mesa redonda. Al otro, un par de sofás donde una persona bebía tranquilamente frente a una mesa baja llena de botellas de alcohol, copas y unas pocas rayas de anfetamina dispuestas a ser devoradas a modo de catering. En la pared, delante, una lánguida biblioteca de madera, dos butacas y lo que parecía una chica joven -a esas alturas era aventurado asegurarlo-, leyendo un cuadernillo negro con una gran equis blanca en su cubierta. El olor, extrañamente, era almizclado, y de fondo se escuchaba el Concierto para Piano de Francis Poulenc, aunque como chiste interno pensé que quizás hubiese sido más acertada alguna obra de Wendy Carlos. “Me llamo Óscar”, dijo la tenue voz, “y este es nuestro pequeño escondite. Esto no es más que un juego, una pequeña performance. Hoy me ha tocado ser Paulina. Ya ves, descubriendo mi lado femenino”. Tras una pausa en la que simplemente me presenté, añadió: “No es esto un club secreto, nos fuimos juntando poco a poco y… ya ves, hemos formado un grupete. Desde entonces, jugamos un poco con la vida cuando todos duermen, y vamos poniendo en práctica aquello que vamos aprendiendo. Siéntete como en casa”. Y tras ello, se fue a los sofás y se metió una raya como recompensa por su trabajo bien hecho.

Solo y confuso, me dirigí hacia lo más cotidiano y conocido que vi en aquel salón: la biblioteca. Un “hola” tímido salió de mis labios dirigido a la chica de la equis. Ahora la veía bien: media melena corta y azabache, ojos azules y piel blanca. Se asomó sobre el cuadernillo, elevó las cejas, sonrió e hizo un gesto altivo, como una leona que mira a la gacela sobre los matorrales de la sábana africana. Así me sentí. Entonces ojeé la biblioteca. Ningún libro contenía título ni autor. La mayoría no eran más que versiones fotocopiadas con una simple portada, otros tenían cubiertas improvisadas o artesanales. Comencé a hojear algunos. Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero. por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno” decía el incipit del primero que tomé. En su portada reconocí el grabado de El Entierro del Cazador de Jacques Callot, lo que me hizo divagar sobre si, en aquella situación, era yo el cazador o un animal más sujetando el ataúd. Durante un rato largo, tomé más libros y jugué a reconocer sus pasajes o tratar de adivinar época, autor o movimiento. Algunos eran fáciles: el Quijote con una graciosa caricatura de Pérez Reverte en la cubierta, el Un Mundo Feliz de Huxley con un círculo morado en la portada o el Zona Temporalmente Autónoma de Hakim Bey con un gran “TAZ!” escrito a bolígrafo negro en la esquina superior derecha de la primera página. No me sorprendió que la biblioteca tuviera tan buena calidad. Alguien se había tomado la molestia de fotocopiar e incluso crear cubiertas para aquellos libros, lo que denotaba que se había puesto interés y pasión en ello. “Oye, qué bien está esta biblioteca” le dije con entusiasmo a la chica de pelo negro. “Sí, y cada semana mejora un poco”, dijo con una sonrisa. “¿Qué lees? Por curiosidad” pregunté, ahora que me sentía más seguro. “Poesía, pero no sé de quién, esa es la magia, que así la hago mía”. Mientras mi mente trabajaba en crear un juego de palabras apropiado entre la palabra “Poesía” y el verbo “poseer”, gritó Óscar mi nombre desde los sofás: “Acércate, quiero que conozcas a alguien”. “Disculpa, me llaman”, dije a la chica. “No te vayas muy lejos ¿eh?”, me respondió.

Me senté en uno de los sofás y me serví una copa de whisky para envalentonarme ante tanta perplejidad. “Quiero que conozcas a Sofía, nuestra matriarca, nuestra anfitriona y nuestro pozo de sabiduría”. Sofía era una mujer que debía rondar los sesenta años. Llevaba puesto un estrafalario vestido de bailarina de Cancán y bebía de una pequeña copa de cristal decorada un vino más colorado y denso que la propia sangre. Se notaba que aquél era “su lugar”, pues yacía cómodamente con una pierna encorvada sobre el sofá y la otra anclada a la tierra, con una borrachera importante y una mirada distante y altanera. “Ahora que has descubierto este sitio, tendremos que degollarte”, dijo con el semblante serio mientras fumaba un cigarrillo a través de una boquilla de marfil. “Sofía fue una cantante de tango muy reconocida en su época, aún guarda mucho talento”, dijo Óscar a modo de antífona. “Cuánta condescendencia, Paulina. El talento no se guarda, el talento se tiene y siempre permanece”, espetó ella. Les agradecí que me hubiesen salvado de los “maderos” y les aseguré que, degollándome, no sacarían más beneficio que mi carne, mis vísceras y mis huesos. “Soy sólo un hombre, y, a veces, ni eso”, añadí con una sonrisa. “¿Y qué hacías por ahí, chico?”, preguntó ignorando mi comentario. Les conté entonces las desventuras con mi chica y la pequeña odisea que había tenido que pasar para llegar hasta allí. “¿Tu chica?”, dijo riéndose. “¿Tenéis en orden el contrato de compraventa? A ver si va a ser ese el problema”. “Cuando digo ‘mi chica’ lo hago desde el punto de vista asociativo, obviamente”, me defendí aludiendo al problema lingüístico. Óscar se quedó callado, pero Sofía, tras una pequeña pausa, dijo: “Huyes, entonces. Ese es el resumen”. Asentí sin réplica y ella comenzó un pequeño discurso: “Hace años compré este local con mi marido, aquel monigote que ves en la mesa” y señaló difusamente a las cuatro figuras del fondo, los cuales ya iban levantando un poco más la voz. Continuó: “Al principio, invitábamos a amigos, hacíamos fiestas, reuniones y ese tipo de eventos sociales. En alguna ocasión, se empleó como escenario improvisado o pequeña sala de conferencias. Como ves, este lugar tuvo su momento de gloria, tal y como lo tenemos todos. Poco a poco, aquello se fue disipando, pero nosotros seguíamos viniendo aquí a… bueno, a estar. Entonces, comenzó a ocurrir algo interesante: por nuestra puerta llegaron distintas personas que, como tú, acabaron por aquí de casualidad. Cada uno llegó por un motivo; y todos, de una manera o de otra, vuelven de vez en cuando por la misma causa que les trajo aquí”. “Yo lo llamo El Sumidero” dijo Óscar con una aterciopelada voz, a lo que Sofía contestó: “Paulina, por favor, compórtate como una señorita”. Óscar me miro con una sonrisa pícara que yo devolví con cierta fascinación. En aquel impasse, me di cuenta de que la música que estaba sonando ahora era la Sinfonía n.º 2 de Charles Ives, una obra que se estrenó sin la presencia de su compositor porque a Ives le avergonzaba su estilo decimonónico, y es que, en la modernidad, el buen gusto causaba rubor. “Chico, ¿estás ahí?” dijo Sofía para sacarme de mis divagaciones, ahora incorporada y en posición de manspreading como un futbolista esperando en el banquillo. “Si has llegado hasta aquí, volverás algún día. Te recomiendo que vayas presentándote a la gente. A Milo ya la conoces, la bonita chica de la butaca, y los demás seguro que te esperan”. Me serví otro whisky y, viendo que todavía me quedaban unas horas para poder salir de allí, me acerqué a la mesa.

Al recorrer el salón, no pude evitar levantar mi copa y sonreír a Milo mientras pasaba por delante de ella. Ella también me sonrió y sentí que estaba entrando en un juego peligroso. Al acercarme a la mesa, los jugadores estaban tan concentrados en su conversación que creí que nadie había percibido mi presencia. Observé desde una esquina y reconocí que jugaban al Mahjong. A mi derecha estaba un hombre mayor de fuerte complexión que debía de ser el marido de Sofía; siguiendo esa dirección, una mujer de mediana edad algo rellenita de pelo castaño y ojos verdes que no paraba de atusarse el pelo, un hombre con la cara llena de heridas a consecuencia del crack y un joven larguirucho que tenía junto a él una libreta llena de números. No presté especial atención a la conversación, aunque las resonancias que me llegaban apuntaban a que se trataba de algo relacionado con la política. En cambio, centré mi atención en la libreta. Era una libreta de cuero marrón con las páginas blancas y lisas llenas de hileras e hileras de números. “No puede ser la puntuación”, pensé. “Tampoco parecen números de teléfono, coordenadas o acordes”. Lo de acordes lo pensé porque, durante mis innumerables y eternos trayectos en tren desde la universidad, yo mismo había rellenado un cuaderno con hileras de números de forma parecida, los cuales representaban notas y, éstas, a su vez, formaban acordes. “Los números no dejan de ser significantes vacíos, pueden ser cualquier cosa. Es más, pueden no ser nada”, pensé; pero no podía dejar de buscar en ellos un patrón o una estructura que tuviera sentido. La mujer de pelo castaño notó mi interés, me miro y dijo entre risas: “Los cuadernos de Marcos son más que un enigma, son una obra de arte que nace de la obsesión y la neurosis. Hoy son números, ayer fueron garabatos y mañana Dios sabrá. Algún significado tendrán, como poco son un indicio de su locura”. Entonces todos rieron mientras yo me fijaba en que aquel joven larguirucho reía de una forma especialmente disfuncional. Marcos levantó la vista y dijo: “Los números son significantes vacíos, ¿verdad?”. “¿He hecho mis reflexiones en alto, ha sido casualidad o este chico me ha leído el pensamiento?”, pensé con cierta esperanza en que él mismo respondiese a mi pregunta interna. “Chaval, ¿sabes por qué jugamos al Mahjong?”, dijo el que era presumiblemente el marido de Sofía. Aquella pregunta me sorprendió porque, a pesar de su exotismo, un juego como aquel no era ni mucho menos lo más raro que estaba viendo aquella noche, ni tampoco aquello que ocupaba mi pensamiento. Mi mente aún procesaba las palabras de Sofía: “cada uno llegó por un motivo”, y la consecuencia de esa sentencia fue que todas las personas del salón dejaron de ser personas y se convirtieron en misterios, especialmente Milo. “No sé por qué jugáis al Mahjong, caballero”, dije, asombrándome yo mismo del tratamiento cortés que de repente le daba a aquel hombre. “Pues es bien sencillo. El Mahjong es un juego muy fácil que nos permite conversar o pensar, según convenga. ¿Sabes que Einstein trabajaba en una oficina de patentes cuando publicó los artículos que cambiaron el paradigma científico? Pues nosotros igual, salvando las distancias: nos empleamos en algo sencillo y poco a poco vamos cambiando el mundo, por lo menos el nuestro”. El hombre se presentó y, efectivamente, era el marido de Sofía.

Se llamaba Juan y trabajó durante toda su vida como editor y librero. La biblioteca, por ende, era de su creación. Me contó que los libros eran autoediciones porque “la industria del libro estaba podrida” y que de la “tiranía del autor” habíamos caído en la “dictadura de las editoriales”. Sus historias y su conocimiento sobre la literatura y su industria eran fascinantes, aunque noté que, a pesar del amor y la pasión con la que hablaba, su tono estaba teñido por el desencanto. “Esta chica tan agradable es Palmira, trabaja como conserje en uno de los edificios del centro, aunque aquí destaca por su sentido del humor. Este hombre tan apuesto es Santiago, que tiene la mejor grúa de Guadalajara”. “¡Y de Castilla-La Mancha!”, añadió Santiago a las presentaciones de Juan. Se notaba que Juan era un hombre educado porque es protocolario añadir un comentario sobre la persona que presentas, o eso había leído yo en los manuales de etiqueta. Allí estuvimos hablando un rato sobre banalidades, bebiendo y fumando alguna que otra cosa. En un momento dado, la música del salón paró y Santiago sacó una guitarra española que yacía junto a su silla como un perro se sienta a la vera de su dueño. Comenzó a tocar un estudio que, según él, era de un compositor brasileño. ¿Villalobos, Milhaud? No me lo supo decir, aunque puedo asegurar que fue excepcionalmente bello. “Hace mucho que no toco. De hecho, sólo lo hago cuando vengo aquí” dijo humildemente, a pesar de que su cara brillaba con la luz de quien sabe que es bueno. “¿No haces conciertos? Podrías llenar una sala entera con interpretaciones tan bonitas como esa”, dije. “Ya he vivido todo eso. Lo pasé bien, fue divertido, demasiado divertido en ciertas ocasiones. Ahora soy gruista, llevo dinero a casa todos los meses y no me lo gasto en lo que no me lo tengo que gastar” contestó con cierto enojo, haciéndome ver que había “tocado en hueso”. Palmira aprovechó la ocasión para comentar con desenfado: “mandaste tu vida musical al traste…”. Todos rieron, pero a mi no me pareció singularmente ingenioso. “…y ahora no hay quien la reenganche”, continúo como remate. Entonces sí esboce una leve sonrisa. Viendo que pronto el toque de queda iba a terminar, me levanté y me dirigí a los sofás, donde ahora estaban Óscar y Milo. Palmira, viendo mis intenciones, me advirtió: “Aprovecha que hoy Óscar viene como Paulina y se puede hablar con ella, cuando viene como “el perro Pancho” solo contesta con ladridos y se mea por todas partes”.

Mientras caminaba por el salón, noté que ya iba algo “pajarito” y que debía hacer el esfuerzo de comportarme con normalidad. Siempre he pensado que soy un hombre de excesos y que éstos en ocasiones me son incontrolables: detono como un fuego artificial y mis luces (y mis sombras) salen disparadas en todas direcciones para morir tiempo después solo cuando tocan el suelo. Por ello, quien me conoce lo hace tomando una pequeña parte de esta constelación y haciendo de mí un juicio parcial. De ese modo, para algunos soy un tío tranquilo y simpático y para otros un lunático ominoso; para unos soy un hombre, y para otros, una bestia; y así con un largo etcétera de disociaciones arbitrarias. De ellas, voy escogiendo las más benevolentes y formando mi propio carácter. Esa era mi estrategia en la construcción del yo, pero con tal borrachera tuve que esforzarme duramente para conseguir la convergencia. ¡Y eso hice mientras transitaba el salón!

Cuando llegué, Óscar me invitó a sentarme a su lado. “¿Qué te está pareciendo El Sumidero? Muchas almas errantes se precipitan aquí”, dijo. “Bien, bien, está siendo interesante” contesté queriendo escurrir el bulto. ¡Qué pregunta! Eran almas errantes y rotas, aunque reconozco que su acogida me hizo simpatizar. Si yo estaba allí, si yo, como ellos, me había filtrado bajo los cimientos de la ciudad hasta llegar a El Sumidero es que tampoco debía estar yo muy íntegro, y sí algo diluido, informe o, en última instancia, roto. Y entonces miré a Milo, la chica de la equis, el último misterio presente en aquel salón. Mientras hablábamos de mil cosas, analizaba sus gestos, sus palabras y su aura. Ella se dio cuenta de mi verdadero interés y rompió un breve silencio diciéndome: “El misterio no soy yo”. En ese preciso momento, dándome cuenta de lo que quería decir, desistí en mi intento de concretar cuál era el motivo que hacía que ella estuviese allí. Permanecí callado hasta que fueron las seis y la puerta del local se abrió, dejándonos libres en el mundo a merced del cielo turquesa del amanecer. Nos despedimos con un “hasta otro día” y otros tantos días volví a precipitarme por allí, aprendiendo a jugar al Mahjong para cambiar poco a poco el mundo, al menos el mío.

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