Conceptos clave de la Industria Cultural (III): El infoproducto cultural

Metáfora visual del infoproduto de la Industria Cultural

Tras el producto cultural, nos toca hablar del infoproducto y de cómo se han mercantilizado y privatizado las ideas. Podemos definir el inforproducto desde dos líneas de pensamiento: la histórica, que define el infoproducto como el producto cultural que se da en la Era de la Información y que tiene un componente puramente digital; o la ontológica, que lo define como el producto cultural fundamentado en información, en la cual entran las ideas, los documentos digitales o el conocimiento. Mi intención es abordarlo desde la segunda línea de pensamiento, la ontológica, pues recoge de forma inherente la primera y resulta mucho más interesante. Este artículo lo partiremos en dos partes: los derechos de autor y otros ejemplos de mercantilización de ideas.

Antes de meternos en faena, quisiera dejar claro el concepto de Idea y el hecho de que las obras artísticas son también ideas. Me vais a permitir que tome la definición de la RAE para la palabra “idea”. Ésta es: “Primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo”. Esta definición, de herencia platónica, nos es útil por su abstracción para comprender que la idea va desde un concepto hasta un gran discurso. Es decir, desde el concepto “Sol” hasta el discurso de El Señor de los Anillos, que toma distintos conceptos para constituirse. Las ideas son, en esencia, cualquier producto del pensamiento, los cuales solo pueden existir en la realidad cuando se encarnan, ya sea en un libro, en un enunciado, en un acto performativo, etcétera.

Toda obra artística es una idea. Para persuadiros sobre ello, especialmente a los artistas plásticos, voy a tirar de anécdota. Durante la asignatura Historia y Análisis de la Música Barroca, en mis años de universidad, nuestra profesora Adela Presas nos propuso la siguiente cuestión: ¿Dónde está la Música? La pregunta es interesante, pues ninguna de las respuestas que dimos (“en la partitura”, “en la interpretación”, “en la mente del compositor”) eran del todo precisas. Años más tarde, yo mismo tuve que enfrentar de forma directa este dilema al estudiar la Tonadilla del siglo XVIII. En un momento dado, tenía sobre mi mesa: libretos con las letras que había sacado del archivo de Conde Duque, particellas y partituras que había sacado del archivo de la Biblioteca Nacional y un montón de bibliografía sobre cómo eran esos espectáculos teatrales llamados tradicionalmente Tonadillas Escénicas. ¿Dónde estaba la Obra? En todos ellos y en ninguno, pues aunque yo juntara todos los elementos, aún me faltaría vivir de primera mano el acto performativo de una Tonadilla dentro de su contexto. Sin embargo, con todos los elementos, podía llegar a la Idea de la Obra y esto, realmente, es llegar a la Obra.

Otras formas de llegar a esta conclusión, sin ser biográficas, podrían ser las definiciones de Casos y Tipos de Charles S. Peirce o de las instancias de la ontología nominalista, que por su complejidad podemos simplemente citar. También, y quizás más interesante, especialmente porque luego nos va a servir para hablar de los Derechos de Autor, está la perspectiva de Michel Foucault sobre el concepto de obra. En su famoso artículo-conferencia “¿Qué es un Autor?” -el cual es un comentario a la igualmente famosa muerte del autor de Roland Barthes-, Michel Foucault propone que para entender qué es un Autor primero hay que saber qué es una Obra: “la palabra obra, y la unidad que designa son, probablemente, tan problemáticas como la individualidad del autor”. Foucault alude a dos problemas: 1) la obra no es una cosa unitaria, pues está fragmentada y difuminada entre la Idea y sus encarnaciones, y 2) el autor nunca puede ser individual, pues su discurso se fundamenta en el discurso de otros autores, de los intérpretes y de la propia cultura. Sobre la unidad de la Obra, que es lo que nos interesa ahora, pongo como ejemplo el Cuarteto de cuerdas n.º 13 (op.130) de Ludwig van Beethoven. Este cuarteto fue ideado por Beethoven para terminar con la conocida Gran Fuga, no obstante, por la complejidad de este movimiento, su editor le propuso sustituir esa fuga por un movimiento más sencillo, cosa que hizo. La Gran Fuga pasó a ser editada de manera independiente como op. 133. Actualmente, el cuarteto se interpreta de innumerables formas: con la Gran Fuga al final a modo de bis, con la Gran Fuga en su sitio original sin el movimiento nuevo, con todo, etcétera. La obra, por tanto, ve su unidad fragmentada, y la interpretación y comprensión de su discurso depende del capricho de los intérpretes. Otros ejemplos más literarios serían el Libro del Desasosiego de Fernando Pessoa, compuesto de fragmentos que cada editor estructura de una manera, o El Proceso de Franz Kafka, obra inconclusa a la que se le añaden fragmentos que el autor dejó bosquejados sin un orden claro -cuando la idea original de Kafka era destruir toda la obra-. Repito, tras estos ejemplos, la pregunta: ¿qué es la Obra? Parece evidente que la Obra es la Idea de la Obra, la Obra como el Ideal de la obra. La Obra es, desde esta línea de pensamiento, una idea.

¿Por qué es importante este hecho para la Industria Cultural? Porque toda Obra, antes de ser encarnada en un producto cultural, forma parte de los infoproductos culturales. La Mona Lisa es un infoproducto de nuestra cultura, no así el cuadro original o sus innumerables copias, que forman parte de los productos culturales. La diferencia entre uno y otro es que la Idea -el infoproducto- no se gasta con el uso o el intercambio, y, por tanto, no puede estar al servicio de la Industria Cultural debido a que no obedece las leyes del Capital: oferta y demanda, escasez, valor de uso, valor de cambio, etcétera. Pero aquí llega la trampa.

Los Derechos de Autor

Comienzo por el final: Los derechos de autor y la propiedad intelectual son el método que utiliza la Industria Cultural para convertir las ideas en productos culturales sin la necesidad de que éstas se encarnen. No sólo se incluyen obras artísticas, también patentes, soluciones, marcas, fórmulas y todo aquello que pueda considerarse una idea original. En consecuencia, se suman a los problemas y las implicaciones inmanentes del producto cultural, nuevos fenómenos derivados de que las ideas no se gastan con su uso e «intercambio» y son, por definición, no mercantilizables.

Pongamos como ejemplo un profesor, el cual, dentro de sí, tiene una información que quiere vender. Para hacerlo, ha de encarnar esa información en un producto cultural: una clase -por ejemplo-, la cual vende a un precio que se determina según la demanda, los valores de uso y cambio y las plazas disponibles. En el momento en el que la encarna, lo que vende no es la información, la cual es un infoproducto, sino el producto cultural -la clase-. No obstante, el profesor da la clase y, al final de ésta, les dice a sus alumnos: esta información que os he dado es mía, por tanto, cada vez que la utilicéis tendréis que pagarme unos derechos de autor. Bajo esa premisa, el infoproducto se ha mercantilizado y se ha convertido de forma falaciosa en un producto cultural. Un alumno avispado diría: “esta información que usted me ha dado, en tanto que yo no se la he arrebatado a usted -pues aún la sigue teniendo-, también es mía y, por tanto, no tengo que pagarle ningún canon”. La información, como toda idea, es infinitamente reproducible y no hay justificación ni argumentación de peso para convertirla en un bien de consumo.

El ejemplo del profesor es una metáfora acertada que se puede extrapolar a todas y cada una de las ideas. La fórmula de una vacuna -ahora que está de moda- no es la propiedad privada de una farmacéutica, sino que forma parte del acervo cultural y el conocimiento de la humanidad en el instante en el que ésta aparece. Si con esa fórmula, otra farmacéutica hace otra vacuna, ¿por qué habría de pagar unos derechos de autor? ¿Acaso la primera farmacéutica paga un canon por todos los conocimientos necesarios para realizar una vacuna? Lo mismo con el arte, las patentes industriales u otras propiedades intelectuales. Insisto en el hecho de que cuando las ideas se encarnan sí se pueden convertir en productos de consumo, pero sólo cuando se encarnan y se convierten en objetos que se pierden con su intercambio. La farmacéutica vende la vacuna, pero no tiene sentido vender la fórmula de la vacuna ni el conocimiento que hay tras ella.

Entiendo las disonancias cognitivas que se derivan de esto, pues éstas nacen de la ideología anónima de la que hablábamos en el primer artículo. Nos han enseñado que todo ha de pasar por el aro del Capital y se nos ha bombardeado -sin darnos cuenta- con la idea de que es lógico que una propiedad intelectual se pueda vender. Pero es una conclusión equivocada, pues el conocimiento y las ideas pertenecen a la humanidad de un modo colectivo y solidario por su propia naturaleza, y privatizarlas es una aberración, como lo sería privatizar el aire, la luz del sol o el núcleo de la Tierra; y no pretendo que éstas sean sólo palabras bonitas. La mayor demostración de esta aberración es que los Derechos de Autor tienen caducidad, una caducidad que ha ido cambiándose por conveniencia según las necesidades de la industria. Si no hubiese fecha de caducidad, el sistema colapsaría porque todos y cada uno de nosotros, todas las empresas, todos los creadores, estaríamos en deuda los unos con los otros y, consecuentemente, el sistema fraudulento y falacioso de los derechos de autor se derrumbaría.

Otra falacia importante consiste en decir que si no existieran los Derechos de Autor, los creadores estarían desprotegidos. En España, en el momento exacto en el que se crea una obra -ahora mismo, mientras escribo-, ésta ya adquiere todos los derechos. De ellos, los únicos importantes que protegen al creador son los derechos morales, los cuales son derechos intransferibles e inalienables según nuestra legislación y, además, nunca caducan. Es decir, son derechos que no se pueden mercantilizar de ningún modo legal. Por tanto, toda la literatura corporativista y capitalista sobre proteger a los autores no es más que un gran fraude, porque la autoría es un derecho natural al que la Industria Cultural no puede acceder de ningún modo. De todas formas, aunque no existieran legalmente estas figuras, la Historia nos ha demostrado que la creación de cualquier idea genera la suficiente documentación como para poder atribuir con bastante precisión su autoría. Por tanto, la autoría está también intrínsecamente protegida sin la necesidad del fenómeno de los Derechos de Autor.

En torno a estas cuestiones, cabría también preguntarse qué es la autoría, tal y como hicieron Barthes y Foucault en su momento. Barthes, desde su planteamiento radical, alegaría que el autor es una figura moderna creada para fines económicos. Una figura que no crea ni inventa nada, pues todo lo que emana de él está ya dentro del propio sustrato cultural. Es decir, el autor se apropiaría, privatizaría e individualizaría unas ideas que forman parte del colectivo y del patrimonio común de la humanidad. Foucault expondría la misma idea, aunque otorgándole al autor la capacidad de crear discursividad. Esto es, si yo estoy creando este discurso sobre la Industria Cultural es gracias a que Adorno y Horkheimer crearon la discursividad en torno a la Industria Cultural, y estos crearon esta discursividad gracias a la discursividad de Marx, y éste gracias a Hegel, y éste gracias a Kant y éste gracias a Descartes, etcétera. Esta forma de verlo, en la que el autor se puede considerar un instaurador de discursividad, pues crea maneras, formas, estrategias e ideas para otros discursos, suyos o de otros autores, y también se sustenta en los de los demás; convierte al autor en un componente transtextual, siendo definida la transtextualidad por Gerard Genette como “todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”. La única función del autor sería relacionar unos textos con otros, arrancando de raíz todo componente individualista y privatizador. Nótese que texto aquí es equivalente a discurso, y que ambos no son otra cosa que ideas (literarias, científicas, sociales, etcétera).

Como vemos, los derechos de autor entran en contradicciones cuando se los expone frente al espejo del Capital, para el cual fueron inventados, y también frente al espejo del concepto de autor, al cual teóricamente protegen. El concepto de autor dentro de la Industria Cultural, que mezcla elementos capitalistas con el mito romántico del genio-artista, seduce a los creadores hasta hacerles creer que sus ideas tienen que ser recompensadas económicamente, olvidándose de que el artista, antes de ser artista, es artesano. Olvidándose de que el creador es creador porque crea cosas, no ideas. Esto es, hasta hacer que olviden que sus ideas han de ser encarnadas para poder tener un valor económico, pues las ideas, en sí mismas, pertenecen a la humanidad y no pueden, o no deberían, mercantilizarse.

La era digital rompió los esquemas de los derechos de autor porque las ideas pudieron ser reproducidas sin necesidad de encarnarse y además de un modo infinito, poniendo a la Industria en jaque y haciendo que ésta tuviese que intervenir en el sistema judicial y fiscal de los Estados. Esta lucha de la Industria ha dado lugar a aberraciones como la “Ley Sinde” o el sistema DMCA estadounidense, que es, en la práctica, por el cual todos nos regimos. Sistemas que sólo sirven para: 1) enriquecer a un élite económica (véase cómo funcionan las sociedades de gestión de derechos de autor), 2) privatizar el acceso a la cultura y 3) lastrar el progreso intelectual de la humanidad.

Otras mercantilizaciones de ideas

Capitalizar ideas no sólo se hace a través de los derechos de autor y tampoco limitándose a la propiedad intelectual. También las ideas pueden rentabilizarse a partir de otras estrategias, normalmente asociadas a la discursividad. Nótense dos cosas en las cuales no me cansaré de hacer hincapié: 1) no hablamos de ideas encarnadas y 2) toda idea mercantilizada sufre los mismos procesos que el producto cultural: estandarización, acriticismo, conservadurismo y canibalismo cultural, procesos que hemos descrito en artículos anteriores. Para ver cómo funciona la mercantilización de ideas, pondré dos ejemplos: las think tanks y los partidos políticos.

Las Think Tanks son el summum de la mercantilización de ideas, pues estas asociaciones son por definición fábricas de ideas, aunque el nombre idílico que suelen tomar es el de laboratorio de ideas. Desde el punto de vista teórico, las Think Tanks son asociaciones (con o sin ánimo de lucro) en las que se investigan fenómenos sociales y demográficos. En ellas participan especialistas en el campo de la estadística, la sociología, la economía, la política y demás ciencias sociales con el fin de retratar, comprender y prever cómo está o estará el mundo. Desde la perspectiva teórica, no se diferencian de escuelas o grupos de investigación como la ya citada Escuela de Frankfurt, la Escuela de Tartu, el Grupo μ, la Escuela de Chicago o la Escuela protoliberal de Salamanca del Siglo de Oro. No obstante, la función práctica es la de crear discursividades para empresas, instituciones, medios de comunicación y partidos políticos. Como ejemplo, el lema de una de las Think Tanks más importantes del mundo, Heritage Foundation (ligada a las políticas de Donald Trump), es: “Las ideas tienen consecuencias”.

Las Think Tanks suelen relacionarse con grupos políticos o empresariales, que utilizan la información y las estrategias discursivas que las Think Tanks proveen para sus propios discursos. Para comprender mejor su función, podemos pensar que son agencias de inteligencia civiles (a semejanza de los servicios de inteligencia militares) o, si nos ponemos literarios, podemos relacionarlo con la disciplina de la psicohistoria de Hari Seldon de la saga La Fundación de Isaac Asimov -no confundir con la psicohistoria como disciplina historicista-. Por tanto, aunque desde la teoría sean lugares donde se investiga sobre la sociedad y el desarrollo de las ideas, la mayoría de veces son lugares donde se crean estrategias de comunicación, presión y conducción de la sociedad. En España, las más conocidas son la Fundación FAES -ligada al Partido Popular-, la Fundación IDEAS -ligada al Partido Socialista- o la FRIDE -ligada al Grupo PRISA-. Pensemos, en consecuencia, cuánto alcance e impacto tienen las ideas que proponen las Think Tanks en nuestra sociedad. Si lo hacemos en términos de discursividad, titulares de El País -del Grupo Prisa- como: «Friganismo: la última dieta hipster es coger comida de la basura», «No salir de casa en todo el fin de semana rebaja la ansiedad e ilumina la mente» o «El ‘co-living’, la nueva moda de casa compartida se planta en Madrid»; cobran un sentido especial. ¿Qué discurso hay tras ello? ¿Ser pobre es cool?

Las ideas, como generadoras de discursividad y según las teorías estructuralistas del lenguaje -véase la hipótesis Sapir-Whorf como ejemplo ilustrativo, aunque esté algo desactualizada-, transforman nuestra realidad y sociedad tanto o más que los hechos físicos. Por tanto, la mercantilización de ideas de las Think Tanks son quizás más importantes que los productos culturales. Es decir, los infoproductos que nos llegan a través de los medios de comunicación de masas tienen un impacto mucho mayor que una obra de arte o unos cereales del supermercado. Esto lo continuaremos en futuros artículos cuando hablemos de simulacros, hiperrealidad e hipermodernidad.

Los Partidos Políticos de masas también mercantilizan las ideas desde la discursividad. El Partido Político es una institución empresarial que, a través del discurso, la ideología y el programa, seduce a los ciudadanos para que les otorguen su voto. Un voto que, como un token, luego es transformado en dinero. Si bien los cálculos que he leído arguyen que el voto tiene un valor neto de alrededor de un euro, la realidad es que el valor es bastante superior pues, como token, puede convertirse en dinero de formas diversas: subvención, sueldo público, influencia, autoridad o, directamente, corrupción. El discurso político es un infoproducto que cae en los mismos fenómenos que el producto cultural. Todos los Partidos Políticos que aspiran a un gran número de votos tienen un discurso estandarizado, acrítico y, en esencia, conservador. Sí, todos. Pensemos en el que, a priori, podría no encajar en esta definición: Unidas Podemos. Teniendo en cuenta que el relato hegemónico en España es, grosso modo: Monarquía Representativa de Partidos de Masas, keynisianista, aconfesional y autonómica, ¿a qué se opondría Unidas Podemos exactamente? Evidentemente hay en Unidas Podemos sectores que defienden otras formas de Estado, pero el Unidas Podemos que aspira a un target generalista ha de mercantilizar su discurso y, por tanto, ha de domesticarlo y estandarizarlo. Esto no es una crítica a Unidas Podemos en sí, pues este proceso pasa con todos y cada uno de los partidos. Para aspirar a que el votante medio te vote puedes cambiar al votante medio o cambiar tu propio discurso. El votante medio, que forma parte de la masa y que es constantemente bombardeado por el relato hegemónico a través de la cultura de masas, no va a cambiar salvo que innumerables agentes quieran que lo haga. Por tanto, es tu discurso el que ha de cambiar. Ello ocurría con el arte, como vimos en los anteriores artículos, y también ocurre con el discurso político.

El ejemplo más evidente de ello es el concepto de Centro político. ¿Qué es realmente el centro en política? George Lakoff, analista de discursos, “descubridor” de las metáforas conceptuales -junto con Mark Johnson- y, desde hace unos años, asesor del PSOE, en su libro Puntos de Reflexión: Manual del Progresista arguye que el centro político no existe de ninguna manera. Para Lakoff el centro político es un concepto imposible porque muchas decisiones se hacen de forma booleana, es decir: verdadero o falso, sí o no. Entre el sí y el no, no hay ningún centro: hay que participar y elegir. Si tenemos que elegir entre: aborto sí, aborto no, Cataluña española y Cataluña independiente, ¿cuál sería el centro? O ¿cuantos centros habría? En consecuencia, cuando se habla de centro en España se habla de relato hegemónico. Cuando un partido dice orgulloso: somos de centro, somos moderados, quiere decir: defendemos el relato hegemónico. Y eso se traduce en: somos acríticos, conservadores y estandarizados, tal y como es el producto cultural.

Como hemos visto en este artículo, el mundo de los infoproductos o de las ideas no está exento de problemas dentro de la Industria Cultural. En tanto que ésta es totalitaria, también nuestros pensamientos, nuestra política y nuestras propiedades intelectuales están a merced de mercantilizarse y pasar por los procesos inherentes de la Industria. Muchos cabos sueltos se han dejado en este artículo, aunque no deja de ser un artículo para la reflexión. En las próximas partes de esta serie sobre la Industria Cultural nos detendremos en conceptos mucho más concretos que nos ayudarán a comprender mejor el mundo en el que vivimos como reproductibilidad, aura, hipermodernidad o celebridad, entre otros.

 

Conceptos clave de la Industria Cultural:

  1. ¿Qué es la Industria Cultural?
  2. El Producto Cultural
  3. El Infoproducto Cultural.
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