Los Caminos de Federico pasan por Guadalajara

El cuatro de diciembre tuvimos la oportunidad de disfrutar en el Teatro Buero Vallejo de Guadalajara de la obra Los Caminos de Federico, escrita por Lluis Pasqual, dirigida por Samuel Blanco e interpretada por Flor Saraví. La obra nos hace transitar por el corpus poético de Federico García Lorca, algo que ya de por sí tiene un interés intrínseco, pero que se lleva a otro nivel gracias a la pasión y la exquisitez de la interpretación, la elegante escenografía y la buena elección y disposición de los poemas. La obra tiene un recorrido detrás que pone el listón muy alto: fue estrenada en 1987 en Buenos Aires con dirección de Lluis Pasqual e interpretación de Alfredo Alcón para, al año siguiente, estrenarse en el Teatro María Guerrero de Madrid, dando comienzo a una provechosa alianza entre el INAEM y el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires.

Los Caminos de Federico es una obra unipersonal, un monólogo, una obra a solo, como se quiera llamar, en la que Flor Saraví tiene, durante la hora y pico que dura, toda nuestra atención. Y no la tiene porque simplemente estemos sentados frente a ella, sino porque se la gana en cada segundo. Su presencia en el escenario y su voz rezuman pasión y entrega. Nos invita a escuchar atentamente cada palabra sin salirnos de la ficción y a vivir como ella, es decir, con ardor, los versos de Lorca y algunas de sus canciones. A ello ayuda la propia lírica lorquiana, de la cual ya todos conocemos o deberíamos conocer su nervio y su musicalidad, no es baladí que Lorca fuese alumno de Manuel de Falla. Y también la disposición que Lluis Pasqual ideó para sus poemas, poniendo al comienzo los más surrealistas, cuando el público está fresco y despierto para captar las sutilezas, y ya hacia el final los más gitanos, teatrales y prosaicos, terminando como termina la obra en vida de Lorca, con el monólogo de Doña Rosita la soltera, su último estreno.

Además de la fulgurante interpretación de Flor Saraví, debemos hacer mención a la delicada escenografía. Un cuenco tibetano tañido por la actriz daba comienzo y final a cada parte, algo que, si bien podría calificarse de efectista, era lo suficientemente minimalista como para resultar elegante. No era minimalista, en cambio, el segundo elemento con más presencia en el escenario tras Saraví: un escritorio mágico del que la actriz sacaba cuadros de lugares insólitos o realizaba dioramas de pueblos andaluces. El escritorio, evidentemente, era una alusión a la escritura lorquiana, igual de mágica y sorprendente, e igual de deseable, pues todos los allí presentes pensamos en llevarnos ese magnifico escritorio. Nos llevamos, en cambio, un viaje guiado y maravilloso por los caminos poéticos de Federico García Lorca y unas ganas tremendas de retransitar una y otra vez sus versos en casa.

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