Reseña literaria: La loca de la puerta de al lado, de Alda Merini

Para hablar de La loca de la puerta de al lado, de Alda Merini, tengo que remontarme a los aspectos que más me gustan de la poesía. Uno de ellos es, precisamente, lo difícil que es de describir, de delimitar.

Para una persona controladora, poder sumergirse en algo que no atiende a normas es un revulsivo y, al mismo tiempo, un sedante; una balsa de agua en mitad de la tormenta por la que uno pasa a diario. La poesía para mí es una flecha cargada de materia abstracta que te atraviesa el pecho para quedarse dentro. Esa materia puede tener ritmo, ser bailonga como una reggaetonera o clásica y sencilla como un buen vals, pero también puede ser sobria y directa.

A veces la entiendo a la primera y otras tengo que volver sobre ella, pero de cierta forma siempre deja su huella.

Dentro de lo que se conoce como poesía, existe una categoría que engloba a unos autores muy particulares: los malditos. Los autores malditos son aquellos cuya estética se asocia a la del marginado y el perdedor, aquellos que según indica el crítico Rafael Conte, «sufren ignorancia o desconocimiento por parte de la sociedad, que se niega a reconocerles, que les impone barreras y que les destruye o margina definitivamente, expulsándoles de su seno». En definitiva, hombres y mujeres herméticos, con tendencia a la autodestrucción.

Además de lo anterior, la parte que más me ha interesado siempre de estos autores, es que este concepto de “malditos” se les aplica en términos tangibles, más allá de la metafísica. Son autores que, por circunstancias de la vida, han pasado por un hospital psiquiátrico y que, nutriéndose de esa experiencia o depurándose de ella, han escrito poesía.

Los libros de poetas malditos que he tenido la suerte de leer hasta ahora coinciden en una cosa: cuentan con una escritura aparentemente errática, rozando, en ocasiones, el dadaísmo (al menos en apariencia), donde se mezclan conceptos, escenas y palabras entre líneas un tanto inconexas que sin duda dan lugar a grandes reflexiones.

Ya me ocurrió en su día con la obra Poemas del manicomnio de Mondragón (1987), de Leopoldo María Panero. No somos pocos a los que Leopoldo María Panero nos ha trastocado las ideas preconcebidas que teníamos sobre lo que es y no es poesía.

Panero se regocija en la locura y ser testigo de su bajada a los infiernos por medio de sus frases y expresiones es un auténtico regalo. Uno se sienta con el libro en el regazo como si fuera un minero a punto de bajar a buscar oro: cansado, sucio pero con la certeza de que encontrará algo a lo que aferrarse.

La locura es el medio de los malditos y Panero lo explica a la perfección en el prefacio de su poemario El último hombre cuando dice “Blake, Nerval o Poe serán mis fuentes, como emblemas que son al máximo de la inquietante extrañeza, de la locura llevada al verso: porque el arte en definitiva, como diría Deleuze, no consiste sino en dar a la locura un tercer sentido; en rozar la locura, ubicarse en sus bordes, jugar con ella como se juega y se hace arte del toro, la literatura considerada como una tauromaquia: un oficio peligroso, deliciosamente peligroso”.

Pero, como bien decía al principio, Panero no es el único maldito que por suerte o por desgracia ha caído en mis manos. Hoy vengo a hablaros de una mujer, una poeta que yo considero auténticamente maldita y que, como buena maldita, no se encuentra en la primera fila de las estanterías de poesía de tu librería habitual. Ella es Alda Merini. Aunque poco conocida en España, es una figura con cierta fama en el mundo cultural y literario italiano. Comenzó su andadura en la poesía con tan solo 15 años. El 1947 es internada por primera vez durante un mes en un psiquiátrico, posteriormente acude a diversas terapias y termina, años después, volviendo a ser ingresada en 1972 (con periodos en los que volvía a la casa familiar, durante los cuales nacieron varios de sus hijos). Es el 1979 cuando escribe sus textos más intensos, en los que narra todas sus experiencias en este centro, titulado La Terra Santa. Pese a todo, Alda sigue publicando incansablemente hasta sus últimos días, cuando fuera nombrada Doctora Honoris Causa.

Sin embargo, no es hasta abril de 2021 que llega a mis manos el libro que vengo a reseñar hoy: La loca de la puerta de al lado, de la Editorial Tránsito. Este libro maravilloso, extraño, singular, difícilmente definible es una especie de autobiografía que nada entre la prosa poética y la poesía en prosa; en sus cuatro capítulos (El amor, el secuestro, la familia, y el dolor), la propia Alda nos deja acceder a sus paranoias y nadar en sus reflexiones como quien se da un chapuzón a corazón abierto, desnudo, para sentir la sal entremezclándose en todas sus heridas. Como podéis comprobar, yo he quedado completamente fascinada.

Cuando uno convive desde muy joven con la locura, como es mi caso, piensa que ya no hay nada que le vayan a contar que no sepa. Cuando en realidad, poco sabía yo que había muchas cosas dentro de mí a las que no había sabido definir con palabras y cuya realización he encontrado en las notas de Alda.

En su autobiografía, Alda no se esconde de los estragos del amor: “Cuando uno está enamorado, el corazón no funciona bien; y tampoco la digestión. Me ha crecido una barriga enorme, como si me hubiera tragado una esperanza y un júbilo enormes y fuera a reventar. Así de mal somatiza el ser humano la culpa”. En su desesperación, que es sin duda, la desesperación del poeta, afirma: “No quiero hablar de cosas tristes todo el tiempo, casi me parece contra natura, pero estos son mis pensamientos nocturnos, las águilas nocturnas”.

En cuanto a su paso por el manicomio, nos lleva desgarradoramente de la mano con ella a través de las letras: “Y vuelvo a pensar en mí, en los días que precedieron al internamiento en el Vergani. Dijeron que había sido un internamiento voluntario. Nada más falso: en un internamiento voluntario no te quitan hasta los zapatos. Fue un abuso del todo inhumano”. Y desde luego, aquello dejaría un poso profundo en su alma: “Cuando alguien me ofrece su amor, pienso que me está engañando, cuando un médico quiere curarme, pienso que no volveré más a su consulta, así es como me escondo del amor. Me aferro a mi manicomio como a la propia vida”.

En cuanto a la familia, es tajante: “No sabía que nacer loca, abrir la tierra, podría desencadenar una tormenta”. Y sobre la locura, podríamos decir que tiene las cosas más claras que cualquier cuerdo: “Todavía hay gente que muere de amor. Y ante esa constatación, enloquezco yo. La loca de la puerta de al lado existe realmente: es una vieja perezosa y borrachuza, coronada por una mata de falsos rizos y chismosa como buena vecina de corrala. Estaba conmigo antes del manicomio y conmigo seguirá toda la vida. Una frágil mariposa de amor me une a ella, a pesar de que parece de papel maché. Esta mujer es una realidad exonerante, está encorvada como el demonio”.

A lo anterior, poco más puedo añadir. Que Alda Merini, al igual que otras muchas mujeres del mundo del arte, merece un mayor reconocimiento internacional por la elevadísima calidad de su obra, que quizás estaba loca o quizás lo estamos todos los demás, que las pasiones en las mujeres siempre se han encerrado dentro cuatro paredes (la pintora Ángeles Santos es una de las mejores exponentes de ello) y sin embargo, pese a eso y pese a todo, aquí quedan y permanecen los versos de Alda.

Como poeta triste y quizás también un poco loca, añadiré sin reparos, en las propias palabras de Alda Merini: “Estoy feliz de poder anunciar a todos que el pecado ha resbalado por mí como el agua resbala por la piedra del río”. Porque de eso se trata al final, de vivir, dentro de los límites de nuestra propia cordura.

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