Las Niñas, o cómo conquistar los espacios que nos pertenecen

Fotograma de la película Las Niñas

En Castilla-La Mancha hemos estado un tiempo con los cines cerrados por el devenir de los tiempos pandémicos. Por suerte, en su reapertura han reestrenado Las Niñas, ópera prima de Pilar Palomero en la que transforma sus vivencias en una película semiautobiográfica. La protagoniza Celia, hija de una madre soltera y alumna de un colegio de monjas en la Zaragoza de 1992.

Para mí, el cine es vehicular, y Las Niñas me llevaron a mi propia educación en un colegio de monjas, salvo que diez años más tarde y en Guadalajara. A pesar del tiempo y la distancia, no creo que la Zaragoza de principios de los noventa diste mucho de esa Guadalajara en la que yo empecé a tener recuerdos de ir al colegio.

Tengo guardados algunos fragmentos de mi infancia rodeada de ese Dios temible, pero misericordioso. Recuerdo a las monjas decir que esta vida no importaba tanto, al fin y al cabo, tan sólo era un camino para llegar a Dios: al ansiado Paraíso a su lado, no sé si en el que poder ser libres o felices. Sí se me habían olvidado ciertas cosas que la película me ha recordado, como el momento del confesionario. En la película podemos oír los susurros de las niñas, preguntándose las unas a las otras de qué se iban a confesar. Me llevó directa a los bancos de la Iglesia del colegio, a mis amigas y a mí diciendo que qué habíamos hecho en ese lapso de tiempo, entre confesiones, que fuera merecedor del castigo divino. Recuerdo repasar los mandamientos y pensar que no había hecho nada tan grave nunca, pero que algo había que decirle al cura, porque era imposible no haberse equivocado a los ojos de Dios. Sobre todo por el miedo de la omnipotencia de ese señor que estaba pendiente de cada uno de los momentos que una niña puede llegar a vivir. Después de esas confesiones nos contábamos las penitencias, que si no sé cuántos avesmarías, que si tantos padresnuestros. Y quizás sea el momento de confesar que siempre me quedaba en silencio, de rodillas en el banco, el tiempo prudencial para que el resto se pensara que estaba pagando esos pecados que nunca me parecieron tan graves. No sé si por rebeldía o por pura vagueza.

La película es un retrato de una época, supuestamente dorada, tanto para Las Niñas, como para el conjunto de la sociedad española. Y cada parte tiene su penitencia. Es sorprendente la verdad con la que Pilar Palomero retrata a esas niñas, llenas de dudas, entusiasmo e incertidumbre. No es costumbre ver a niñas preadolescentes de verdad en la pequeña y gran pantalla. Las series de adolescentes siempre muestran a ese estereotipo de adolescentes que, en realidad, tienen más de veinte años para que sus transgresiones no nos parezcan la aberración que son. No sé si sólo soy yo, pero no ha habido una serie adolescente de los últimos años en la que los muchachos, de dieciséis años como muchísimo, no hayan hecho un trío. No me malinterpretéis, que quizás los tríos sean la fantasía sexual más deseada de nuestra generación, o de cualquiera, pero me cuesta imaginarme chicas y chicos, con físicos que se correspondan a las edades reales de sus personajes, haciendo tríos en el recreo los baños del colegio.

En mitad de la hipersexualización a la que nos hemos acostumbrado, aparecen estas chicas que nos recuerdan cómo son las niñas, y los niños, y no un preadolescente prefabricado por una productora que sabe que el sexo entre adolescentes se rentabiliza de una manera precoz. Vi a unas niñas que podríamos haber sido cualquiera, sin sexualizar y sin infantilizar. Pilar Palomero decide tratarlas con respeto y cariño, retratar de una manera fiel lo que supone ser una niña, con preguntas y dolores, ignorada por los adultos. Un poco porque es más fácil tildar de pesadas a las niñas preguntonas y otro poco porque, a veces, las preguntas de nuestras niñas nos enfrentan a realidades de las que hemos huido por los mejores puentes de plata.

Llegados a este punto me quedan algunas preguntas que no sé si sabré responder, pero una me martillea de manera incesante: ¿debemos seguir permitiendo que el catolicismo se haga cargo de la educación de nuestras niñas? Mi no es rotundo e inflexible. Y no es porque mi infancia en aquel colegio de monjas fuera infeliz, sino porque uno de nuestros deberes como sociedad es hacer que nuestros menores estén protegidos. En la película se refleja de una manera sutil y también contundente la relación entre la sexualidad y el catolicismo, casi como hermanos amantes. No hacen falta grandes discursos para una denuncia efectiva y Pilar Palomero lo consigue con pequeños detalles que reflejan la vergüenza que le produce el sexo a la Iglesia Católica.

Hay muchísimas razones para no permitir que el catolicismo se haga cargo de la educación, pero creo que su relación con la sexualidad es la primordial. No sólo porque tengo la esperanza de que, en algún momento, el sexo de las mujeres deje de ser un servicio productivo y pase a ser, en todos los casos, un placer; sino porque es una transacción peligrosa, por el tabú sexual que seguimos soportando como sociedad y porque el sexo se utiliza como elemento opresor para las mujeres y su papel social, lo que podamos resumir, quizás, en dos extremos: la vergüenza y la desvergüenza. O eres una puta o eres una frígida. Y con ese mazazo, una madre soltera es una puta. Una mujer que aborta, es una puta. Una mujer que se casa de penalti, también es una puta.

Es imposible quedarse en el término medio, ¿cuál sería en este caso? ¿Ser la Virgen María, pero un poco desvergonzada? ¿Hacer felaciones con Radio María de fondo? Me refiero, ¿cómo se encuadra el sexo de una manera natural y sana en una educación católica que lo castiga y lo utiliza a conveniencia? Porque si no cumples los estándares de la Virgen María, que en esencia es tener descendencia sin el acto sexual, jamás podrás ser una buena mujer católica.

Por esto, precisamente, creo que es necesario sacar cualquier motivo religioso de las aulas y más cuando estos motivos tratan de estigmatizar el sexo y, a la vez, hacer que sea un instrumento de control para la infancia que supuestamente educan. No creo que, como sociedad, tengamos que seguir tolerando que un grupo de señores y señoras, reprimidos sexualmente por esa cuestión etérea de la fe, estén educando a los seres más vulnerables de nuestra sociedad. Al final, yo he logrado escribir esto por mi tendencia natural a llevar la contraria y no por esa educación rancia que las monjas me transmitieron. Supongo que es una suerte de factores, entre ellos, tener una familia que fomentó mi autocrítica y poder descubrir el mundo a través de la Súper Pop, que eso también tiene su miga, aunque era el contrapunto perfecto para las niñas que rezábamos el Ángelus todas las mañanas a las doce, después del recreo.

No os mentía con todo lo que remueve Las Niñas, es una de esas películas que se disfruta en la sala de cine y en todos los momentos que suceden después de haberla visto. A mí me llevó a lugares felices y confusos. A esos recuerdos extraños que atesoras, preguntándote si de verdad han sucedido. La sensación es que no parece contar nada, que no hay conflicto, pero creo que su importancia reside en el viaje de Celia para encontrar su sitio y alzar la voz.

A veces, la magia del cine se te aparece en la intimidad de la oscuridad y te descubres llorando, sin haberlo visto venir. La película se reafirma en la sencillez con un final efectivo y bello. Quizás no fui consciente del viaje por el que Celia me estaba llevando, sufrí y reí con ella y me emocioné en sus primeras veces porque fueron muy parecidas a las mías.

Lloré cuando Celia decidió cantar y dejar de gesticular, tal y como había aprendido religiosamente en la primera escena de la película. Lloré porque Celia había encontrado su sitio y había recogido el suficiente coraje para alzar su voz desde allí. Lloré porque le había sido prohibido el simple acto de cantar y ella había encontrado su camino para hacerlo sin importarle esas consecuencias tan absurdas e impostadas. Lloré porque, al ver a Celia cantar, también estaba viendo la historia de una mujer, contada por ella misma. Lloré de emoción, orgullo y esperanza. Lloré porque, a veces, es la mejor forma de reivindicar los espacios que nos han sido arrebatados.

Lloré porque siempre es emocionante ver cómo una mujer alza la voz.

No hay otra forma de arte que vaya más allá del conocimiento ordinario como lo hace el cine,
directo a nuestras emociones, profundamente al cuarto oscuro del alma.
– Ingrid Bergman

Tags from the story
, ,
More from Sandra Herranz Casas
Vida y miserias de algunas mujeres: tres piezas sobre el trauma
Escribo este artículo motivada por tres piezas con las que me he...
Read More
Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *